Sin Una Pieza de Ajedrez - MiniCuento!

Les dejo este regalito por el día del libro! Mi pequeña creación, ganadora del Concurso Interno de Mini Cuento del Colegio Los Pinos! :)

Sin Una Pieza de Ajedrez


            La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez, tratando de convencerse a ellos mismos de que la armonía de su hogar todavía podía escucharse. Porque ahora todo era silencio. Un silencio que los encerraba entre tres paredes y un grito. Un grito ahogado con voz de mujer, con voz de madre. Una voz incesante que no se cansaba de velar en su oscuro ataúd por su esposo y por su hijo, a quienes los había dejado huérfanos el primer amanecer de mayo, cinco años atrás.

            Cinco años en los que el hijo había vivido sin caricias, sin abrazos, sin el color cálido de una sonrisa de azúcar. Sin una mano que lo invitara a levantarse del infierno en el que se sentía la ausencia de su madre. Pues ese padre, poco hacía, poco le importaba. O eso parecía. Pocas veces o tal vez ninguna, fue capaz de abrirle las puertas al pequeño de ojos miel que al humedecerse, se transformaban en el amarillo claro de los de su madre. Claro como el sol, claro como la luz, claro como rayo de esperanza que se había perdido en el horizonte sin dejar rastro alguno, y que intentaban recuperar en las noches de ajedrez.

            Una, dos, tres primaveras. Cuatro, cinco y pronto seis. Seis primaveras sin flores nacientes, sólo un marchito aroma de lo irónico que era ello para el niño, pues el mundo le hablaba de botones que brotaban y él se congelaba con el recuerdo muerto de su madre. Eso era un invierno. Una noche fría que había empezado cinco años atrás con la misma expresión insensible de su padre. La misma sala, el mismo tablero de ajedrez. Un juego con su padre que había iniciado con el fin de su madre. Y es que era tan cobarde que no era capaz de hablarle si quiera al pequeño, no tan pequeño ya, pero aquello daba igual. Había quedado tan quebrantada su alma desde aquel día de mayo, que su voz se pasmó y sólo el eco de su llanto podía oírse en su mirada.



            Y por eso, era así la relación entre ese padre y ese hijo: muda, ciega, ensordecida por esa noche eterna y rutinaria que los envolvía. Pero un día de aquellos, en los que se escondían tras el ajedrez, el niño pensó en todo esto, y su pensamiento se elevó en esa sala más que nunca y, sin mirar, movía las piezas. Un peón, un alfil una reina… Hasta que sin querer, de repente la reina resbaló de sus dedos. Lentamente cayó y se rompió en el suelo mientras resbalaba también ese gemido, esa voz de madre. Padre e hijo se miraron a los ojos. Parecía la primera vez desde hace mucho, y ambos lo supieron. A pesar del silencio estruendoso habían encontrado finalmente su idioma. Y sin pensarlo se acercaron. Se abrazaron casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

Anaíro.

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