Tercer Ojo

Me nace un bulto en la frente. Quiere abrirse el párpado central como una cortina de cine. Yo me callo la boca. Me muerdo los pensamientos que empiezan a sacar chispas desde las profundidades de un mar índigo y mil peces sin rostro.

Me crecen pestañas en la mente. Curvas y danzantes en todas las direcciones. Me cuesta entender cómo pude haber vivido así: bajo la superficie vana de dos dimensiones quasi planas. Comienzo a percibir una luz que se desliza hacia abajo y me da vuelta las pupilas. Siento que un calorcito se derrite como la cera hirviendo de una vela que gotea lentamente desde el punto más alto de mi cráneo y me dilata la percepción de mi propia energía afuera del cuerpo en un plano astrofísico.

Es nada más un instante en el que el tiempo se disuelve al estilo Dali y en el que el eje horizontal me borra el ego del mapa. El ojo entrecierra su párpado como un recién nacido y entiende el propósito universal de la creación. Puede ver. Está vivo. Latiente, con una vena energética que le conecta las palmas con el cielo y las plantas con la tierra.

De repente y sin aviso, un humo púrpura le invade la visión y le comunica lo sucedido: ha podido sentir en carne viva su inmortalidad. Y yo, sin querer ponerle palabras a lo que parece ser mi espíritu, me dejo llevar por la extraña sensación de no querer abrir de nuevo mis otros ojos, por si me hallo a un metro del suelo y se me han caído las sandalias.

Anaíro.




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