Aeropuertos
El crujido de una bolsa con olor a
frito. El contrapunteo de las voces mecánicas de los últimos
llamados a los pasajeros ausentes. Las risotadas de dos mujeres
espontáneas que mantienen la espera entretenida. La sala entre incontables
dedos y pies fuera de sintonía, creando un coro ansioso de ticks nerviosos. El
suspiro seco de los ojos privados de sueño. La respiración leve de los cuerpos
de plomo clavados horizontalmente en lo que serían cuatro asientos, pero que a
los viajantes agotados les parece la mejor de las camas tomando en cuenta que
el suelo es la única opción restante. El cansancio le gana a su
consideración e incluso al más básico nivel de paranoia, común entre los pasillos
y salones de los aeropuertos.
Las caras de pasaporte americano, los latidos cabalgantes de la sangre inmigrante, la coraza emocional de los que tienen los rasgos poco definidos y cuya existencia suele justificar la desmesurada cantidad de cámaras de seguridad escondidas. Las zapatillas medio sueltas de las señoras mayores de sombrero de playa y las uñas gritando un tono carmesí. “¿Cuál es el siguiente vuelo a Nueva York?”, preguntan las bocas sin aliento que acaban de parar luego de correr durante los últimos diez minutos.
Las corbatas intactas con olor a planchado fresco sobre las camisetas
abombachas de un blanco desabrido que van cargando maletines negros de pocos
rasguños y zapatos uniformes, resultado de lo que podría ser un accidente
propio de la rutina excesiva y su reinado en la ciudad capitalina, o más bien
capitalista. Sin duda, nada ha cambiado desde la ultima visita a la tierra de nadie.
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